- – ¡Sabía que era un peligro para México! – espetó
el locutor de televisión, remarcando su dicho con un seco puñetazo con el dorso
de la mano sobre la mesa.
El asunto era que la victoria del candidato de izquierda había empeorado la
delicada relación con los Estados Unidos; relación que sólo se había podido
sostener con el servilismo y la abyección del gobierno anterior. El rechazo abierto
a sus actitudes racistas, así como la negativa a cooperar con sus políticas
discriminatorias, alimentaron la mecha antimexicana en el grupo de Donald
Trump. El colmo fue cuando el gobierno mexicano aceptó sin protesta alguna la
disolución del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Todo el discurso
previo sobre negociación y una salida gradual, se apagó en cuanto los yanquis
llegaron al punto de no retorno. Ni una petición para postergar o para dejar
algunos productos dentro del tratado, levantaron la ira del cuerpo de asesores
del presidente gringo, quienes esperaban que los mexicanos aceptaran condiciones humillantes para no perder al principal comprador de sus
productos.
En medio de esta tensión, el gobierno mexicano impidió que la
construcción del muro se apoyará en territorio mexicano. Si dejaban material de
construcción del lado sur de la frontera, era confiscado. Si colocaban un polín
que se apoyara en territorio mexicano, era derribado de inmediato. Trabajador
de la constructora que pisara suelo mexicano era aprehendido para ser deportado.
Bueno, aquí el problema era que los más de los trabajadores eran mexicanos.
Militares mexicanos, apoyados por miles de civiles patrullaban la frontera y
superaban en número a los constructores gringos.
Era demasiado para la soberbia del otrora país más poderoso del mundo. Si
no podía vencer comercialmente a China, ni obligar a Corea del Norte a
suspender sus pruebas nucleares, sí tenía la capacidad de invadir a México;
otra vez. Sin declaración de guerra previa, ni la autorización formal de su
congreso, el ejército norteamericano entró a México por la frontera norte,
derrumbando su propio muro donde fue necesario. Los marines tomaron los puertos
de Manzanillo, de Lázaro Cárdenas (nombre que les traía infaustos recuerdos) y
Veracruz (que sí recordaban con alegría). La fuerza aérea yanqui rápidamente
sobrevoló el país y neutralizó con bombardeos muy precisos los puntos de
resistencia civil y militar más importantes. Mientras tanto, la televisión
gringa y millones de bots en Internet
propagan la falsa noticia de que el presidente mexicano, populista y de
izquierda, enfermo de poder, había enloquecido y que la democracia y los
intereses norteamericanos estaban en riesgo, que era necesario ir a rescatar a
México de esta dictadura, en bien la libertad y de la justicia.
La resistencia firme del gobierno y de sus fuerzas armadas frente a la
invasión fue inútil. Los pocos soldados que realmente querían defender
heroicamente a su nación no tuvieron tiempo de hacerlo. Tantos años de
Iniciativa Mérida les habían dado a los gringos un conocimiento no detallado,
pero sí suficiente de la infraestructura de seguridad mexicana, para atacar en
minutos los puntos estratégicos. La residencia oficial y las principales
oficinas gubernamentales fueron tomadas sin mayor problema. No fue posible
saber si el nuevo presidente estaba realmente dispuesto a cumplir su promesa de
morir por la Patria. Cuando caminaba hacía el balcón principal de palacio para
dirigir un mensaje a sus seguidores que llenaban el Zócalo, fue maniatado y
tomado preso por su propio personal de seguridad, infiltrado por la central de inteligencia
estadounidense. Por lo que tocaba al octogenario líder moral de la izquierda, a
él lo tomaron preso de manera muy sencilla. Como era su costumbre, salió a
correr por la mañana sin guardia especial. Ambos se encontraron en un avión de
la fuerza aérea norteamericana rumbo a una cárcel clandestina. Dado que Estados
Unidos se había autoerigido como el defensor global de los derechos humanos (en
Cuba, Venezuela y países petroleros), los yanquis tenían otras opciones para
encarcelar y torturar enemigos en prisiones clandestinas, en territorios
sometidos de ultramar: Afganistan, Irak, Guantánamo. Contrito, el presidente
miró al líder moral de la izquierda y le dijo:
- – ¡Quién iba a pensar, en nombre de Dios, que mis
propios escoltas me iban a apresar! Si eran los más radicales, los mejor
preparados en el uso de las armas.
- – Ya lo decía Heberto – respondió el octogenario líder,
apenas moviendo los músculos de su rostro.
- – ¿Castillo?
- – Sí.
- – ¿Qué decía?
- – “Desconfía de los radicales” – El presidente se
tomó la frente y empezó a orar.
El país fue tomado en minutos por un ejército mejor armado, con una
tecnología superior y con un conocimiento detallado del país, de sus ciudades y
de sus calles, gracias a los mapas construidos por los servicios de redes
sociales. Además, contaban con el apoyo de un sector minoritario pero significativo
de la población que, en varios estratos sociales, veía con simpatía ser
gobernados por el déspota racista norteamericano; más aún cuando los partidos
oficiales y los dueños de los medios de comunicación habían manejado otra vez
la campaña de que el candidato de la izquierda era “un peligro para México”. Entendible
en las clases poderosas, blancas y muy relacionadas con los negocios y la
cultura yanqui. Patológico o abyecto en el caso de los pobres, morenos y sin
acceso directo a la cultura y menos a los negocios al norte de la frontera.
En pocas horas, los yanquis designaron; bueno, ordenaron al congreso
mexicano (con mayoría derechista, pues los diputados afines a la izquierda
estaban presos, en huida o se habían alineado al nuevo escenario) nombrar como
presidente del gobierno democrático a un exmandatario mexicano, famoso por su
beligerancia y alcoholismo. Las organizaciones de izquierda que muy a la fuerza
de las circunstancias se habían unido para impulsar al hoy defenestrado
presidente, regresaron a sus antiguas trincheras rápidamente. Los que se
autoconsideraba “izquierda responsable” llegaron a la embajada norteamericana
en Paseo de la Reforma, a unos metros de la estatua conocida como el Ángel de
Independencia, para ofrecer a los gringos un documento titulado “Pact for
Mexico”. Un amable cónsul tuvo que pedirles que guardaran las formas y entregaran
ese documento al nuevo presidente. Otros se dedicaron a reagrupar a sus bases,
constituidas por vendedores ambulantes, taxistas, y otros grupos con necesidad,
esperando estar listos para cuando hubiera oportunidad. La guerrilla urbana fue
neutralizada fácilmente, pues el gobierno anterior había entregado a la CIA
toda la información que por años había recopilado en torno a estas pequeñas organizaciones.
Por lo que tocaba a los Zapatistas, el gobierno yanqui decidió asegurar que el
cerco construido a su alrededor por el ejército mexicano durante años,
funcionara efectivamente. No quería correr el riesgo de que un ataque a ellos,
tan populares en Internet, le ocasionara problemas de imagen. Sólo reforzó el
cerco con un grupo de marines.
Por lo que tocaba a los ciudadanos mexicanos, a ellos únicamente les
quedó como espacio seguro el interior de sus casas y algunos vecindarios. Confinados
la mayor parte de su tiempo libre a sus casas, frente a la computadora o con el
móvil en la mano, los mexicanos se refugiaron en el único lugar en el que
habían expresado su inconformidad durante las postrimerías del gobierno
anterior: las redes sociales. Empezaron con memes, tuits y chistes tan triviales
que ni el gobierno gringo, ni el recién restaurado “gobierno democrático”
gastaron mayores recursos en monitorear esta actividad. Dejaron ejecutándose en
la red algunos programas para detectar palabras o frases sospechosas que
indicaran organización de la resistencia, o apoyo efectivo al presidente
defenestrado. El “domestic democratic govenment”,
como lo llamaban en la televisión estadounidense, se conformó con las
herramientas de software que el gobierno invasor le había proporcionado en el
pasado, ya obsoletas. Aunque algunos proveedores se le acercaron para ofrecerle
productos más avanzados, prefirieron utilizar el dinero que había de la manera
que mejor conocían: para incrementar su propia hacienda y para la compra de
voluntades. Las herramientas de espionaje electrónica tan sólo detectaban
palabras de un diccionario y clasificaban las publicaciones en positivas,
negativas o neutras; un análisis de polaridad de opiniones (de sentimientos,
decían los vendedores) muy primitivo.
Los estadounidenses, en cambio, utilizaban herramientas que contaban con
la posibilidad de analizar frases y oraciones, con tecnología de corpus. No
obstante, como habían sido desarrolladas para idioma inglés, no entendían cabalmente
los textos escritos en español. Intentaron implementar algunos modelos de
análisis en castellano, pero incluso estos fallaban ante la pésima redacción y
ortografía de los cibernautas mexicanos, educados por el sindicato oficial de
maestros. Un proveedor español ofreció un sistema que incluso podía trabajar
con sarcasmos, pero no superó la prueba de concepto ejecutada con un conjunto
de frases mexicanas que incluían albures y la diversidad del habla mexicana.
Por esta razón, y porque les preocupaba más la eventual organización del
pueblo mexicano, los yanquis prefirieron trabajar únicamente en la detección de
redes de personas reales en Internet. Utilizando algoritmos de evolución de
memes, de seguimiento de republicación de tuits, de citas, de conversaciones y
aún de cadenas de correo electrónico, los norteamericanos buscaban detectar a
tiempo el surgimiento de organizaciones de izquierda. Tanto por su tradicional
naturaleza gregaria como por la búsqueda de un escape y por la inseguridad en
las calles, que empezaban nuevamente a ser tomadas por la delincuencia, los
mexicanos formaban redes virtuales enormes que se traslapaban con otras igual
de complejas y que, en su mayoría, sólo trataban de temas triviales: sexo en
línea, futbol, música de baja calidad y otros temas inútiles saturaban la
enorme infraestructura que los gringos habían destinado al espionaje
cibernético. Big data y cómputo en la nube fueron las tecnologías seleccionadas
para esta actividad, hasta que los accesos de comunicación hacia sus centros de
datos, distribuidos por todo el planeta, mostraron congestión de manera continua,
sin importar cuanto incrementaban el ancho de banda de la red. Llegado el
momento, los yanquis decidieron poner un límite. Dado que toda esta
monitorización mostraba un porcentaje ridículo de true positives, dejaron de acrecentar los recursos de cómputo para
esta actividad.
Por su parte, entre publicaciones de canciones de banda y telenovelas de
narcotraficantes, los ciudadanos fueron descubriendo un hecho al que antes no
le hubieran dado tanta importancia. Estaban metidos en sus casas como lo hacían
antes del triunfo de la izquierda, y una de las razones para refugiarse estaba
regresando: la delincuencia quería nuevamente el control de las calles. Dado
que los criminales habían logrado anteriormente esto en complicidad con las
policías locales, la mayoría de los mexicanos se había armado. En el pasado, algunos
se habían atrevido a llevarlas consigo, exponiéndose a ser extorsionados por
los policías. Otros simplemente las tenían en casa; y la mayor parte ahí seguía.
Utilizando palabras procaces alusivas al sexo masculino y hablando en términos
de albures y de relaciones sexuales, homo y heterosexuales, los ciudadanos
descubrieron que en el noventa y cinco por ciento de las casas había al menos
un arma de fuego. Eran armas personales, algunas de bajo calibre, pero estaban
dispersas por casi todos los hogares de la nación.
También notaron que los gringos no patrullaban todas las calles.
Confiados en las cámaras que ellos mismos habían proporcionado y en los
policías locales, que se aliaron de inmediato a los invasores ante la
posibilidad de que el nuevo gobierno los encarcelara o despidiera por
corruptos, dejaron algunas zonas libres; particularmente en las colonias más
pobres.
Pocos se atrevían a hablar mal de los gringos en Internet, y mucho menos
con claridad. Sin embargo, a falta de líderes (pues los fieles a su ideología
estaban presos o en fuga, y los que aún andaban libres, se preocupaban más por
como ajustarse a la nueva realidad que por luchar contra los invasores),
perfiles anónimos de las redes sociales empezaron a distribuir un meme muy
sencillo y concreto que hablaba la hazaña suicida de un héroe mexicano anónimo que
en mil ochocientos cuarenta y siete, armado de una piedra y de una encomiable
indignación patriótica, derribó de un contundente y certero golpe al soldado
yanqui que izaba su bandera en el asta de la plaza más importante del país. Si
bien la roca mató al militar gringo, no impidió que su gobierno tomara el
control de México. Pero el hecho en sí albergaba un sentimiento y una actitud muy
común entre los mexicanos: la dignidad, la preferencia a sufrir golpes, balazos
o la muerte ante la humillación. Y no siempre en asuntos patrióticos o de
guerra. Por una mujer, porque un conductor le cierre el paso a su vehículo, o
simplemente porque un extraño le miente la madre, el mexicano está dispuesto a
liarse a golpes, a matar o a morirse por un detalle que otros racionalmente
dejarían pasar. El meme no aludía a cuestiones racionales, a la injusticia de
la invasión o a sus motivos energéticos y geoestratégicos. Tan sólo provocaba
en los mexicanos esa emoción que había llevado a muchos a la tumba, al hospital
o a la cárcel, sin gran arrepentimiento: “¿por qué me voy a dejar?”.
Las herramientas de análisis fueron insuficientes para detectar el origen
del meme. Se mantenía idéntico, por lo que los algoritmos de rastreo de
evolución de memes no funcionaban. Había sido creado con la herramienta más
básica del sistema operativo más común, y con una licencia de uso duplicada en
innumerables ocasiones. Su distribución era regularmente con el navegador Tor o
herramientas similares, que siempre referían a servidores en Europa Oriental,
en Irán o la India. Por si fuera poco, las múltiples direcciones IP de origen
llevaban a las capas más bajas de la web profunda, en las que residían
servidores secretos de las agencias de seguridad estadounidense que, por
supuesto, no permitirían a otras, y menos a las mexicanas, hurgar en las zonas
del ciberespacio en que ellas operaban.
Aunado a esto, hubo una epidemia de soberbia tanto en el gobierno
norteamericano, como en el recién restaurado régimen derechista mexicano. – Mientras
su rebeldía sea en Internet y no en las calles ni con las armas – repetían unos
y otros, seguros y felices de haber derrotado de manera permanente a la
izquierda en México. En virtud de esta percepción, se descuidaron y no le dieron
importancia al meme que corría por Internet y que conformaba una red más
numerosa que todos los agentes armados en el territorio. Con un lenguaje propio
de adolescentes varones hablaba de competencias virtuales sobre quién podía
cubrir más distancia en la masturbación. Luego vinieron memes de otros grupos,
que se erigían como rivales, hablando de sincronización en ese tipo de
competencias y de la longitud y anchura de sus virilidades. Como si de pronto
el país se hubiera regresado décadas en la historia y los albures machistas
fueran moda de nuevo y las mujeres no importaran en Internet. Las pocas
feministas que quedaban en las universidades pretendieron alzar su voz, pero
fueron acalladas de inmediato por miles de perfiles machistas, reales y
virtuales. La soberbia del gobierno local se incrementó con este fenómeno. – Las
cosas vuelven a su lugar – repetían reconfortados.
El problema inició desde el mes de febrero de 2019. El trend topic en las redes sociales era “#19.3”,
que correspondía al largo ideal del pene según los hombres que creen que el
tamaño sí importa y que el suyo está por debajo de esa medida. Albures, chistes
procaces y fotos de penes inundaron Internet hasta las seis de la mañana del
primero de marzo de ese año, cuando un pelotón del ejército norteamericano
marchaba por las calles de una capital de provincia para izar su bandera en el asta
de la plaza principal. Dada la falta de planeación del centro de esa ciudad, y
unas obras nunca terminadas enfrente del palacio de gobierno, se requería rodear
una manzana para llegar a la plaza principal. Justo entrando a la calle que los
llevaría al zócalo, los militares gringos fueron atacados de pronto por decenas
de balas de muy diversos calibres. Su cuerpo de protección se agazapó y busco
ubicar al o los francotiradores. Parecía que las balas venían de todos lados,
así que dispararon indiscriminadamente sus rifles de asalto hacia todas las
ventanas que encontraban. La respuesta fue exitosa y el ataque cesó. Mientras
algunos de los soldados gringos revisaban sus bajas, otros intentan comunicarse
con sus centros de comando para informar de lo sucedido. Entre las bajas había
muertos por balas de calibre no mayor a treinta y ocho, y heridos por armas de
calibre más pequeño. Por lo que toca a las comunicaciones, nadie respondía por
el canal reservado y los demás estaban completamente saturados. Regresaron a la
esquina para protegerse de una nueva emboscada. Escucharon ruidos, seguramente
de los agresores en retirada, pero decidieron no atacar hasta no recibir nueva
orden; no fueran a caer en otra trampa.
Ataques como éste se repitieron por todo el país a lo largo del día. Las
grandes unidades y los poderosos convoyes circulaban sin mayor problema, pero
las pequeñas unidades de patrullaje o de reconocimiento eran atrapados por
emboscadas multitudinarias y con fuego proveniente de casi todas las
direcciones. Después de esto, quedo claro que los albures y referencias fálicas
en Internet no eran entretenimientos estúpidos ni evasiones sexuales de los
mexicanos derrotados. Cuando escribían “pistola” no hablaban de su pene, sino
que se referían precisamente a su pistola, a su arma de fuego. Los que
escribían “rifle”, no estaban exhibiendo traumas sobre la extensión de su sexo,
sino que hablaban de un arma de fuego larga. Por lo demás, las referencias
procaces al coito no eran albures, se convocaba a atacar al invasor con las
armas. La eyaculación significaba disparar; introducir el pene hasta adentro quería
decir presionar al enemigo hasta las últimas consecuencias. Dar por atrás no se
refería a la sodomía; indicaba que se podía perseguir al enemigo en retirada. Los
juegos de albures y otras procacidades se volvieron el lenguaje de coordinación
de los ataques.
En poco tiempo, la moral de los soldados yanquis empezó a decaer y
aparecieron los conflictos internos. Dado la manera de actuar de esta suerte de
guerrilleros urbanos, improvisados y sin estructura visible, afectaba
únicamente a las pequeñas unidades de patrullaje en las calles de las mal
planeadas ciudades mexicanas, la inconformidad contra las unidades mejor
pertrechadas y armadas fue creciendo. Los miembros de las patrullas militares
empezaron a mostrar desmotivación, lentitud y cobertura incompleta en sus
operaciones. Esto facilitó la actividad de los ciudadanos armados que conocían
sus calles y se coordinaban a través de las redes sociales. Inútil fue sembrar
convocatorias falsas en Internet. De alguna forma, los mexicanos las
identificaban y sólo asistían curiosos desarmados. Los agentes de inteligencia
gringos descartaban que fuera una tecnología cibernética de cifrado o de
certificados de autenticidad superior a la que poseía el ejército
norteamericano; lo consideraban imposible. Algunos intelectuales mexicanos, primero
cooptados por el gobierno derechista, y ahora adscritos motu proprio y de
manera meritoria al régimen estadounidense, aventuraban explicaciones que
involucraban la lingüística, la semiótica, la semántica, y otras tantas cosas
que nadie entendía, por lo que no eran consideradas en lo absoluto.
Con el objetivo de eliminar esta naciente resistencia, el ejército gringo
se enfocó en las ciudades, tratando infructuosamente de mantener el control de
las calles a través de cámaras, operadores priistas y halcones del crimen
organizado. Sin embargo, las cámaras fallaban con frecuencia por falta de
mantenimiento adecuado y los escuchas humanos no eran del todo confiables.
Dinero o droga los hacían proporcionar datos imprecisos o definitivamente
falsos. Incluso una repentina solidaridad contra un enemigo común, con
evidentes tintes xenofóbicos, afectaba la confiablidad de estos espías locales.
Esta concentración en las zonas urbanas, permitió que algunos grupos nacionales
se reorganizaran en el campo y en la sierra. Viejos grupos guerrilleros,
aliados a los zapatistas o añorantes de las luchas de Lucio Cabañas y de Genaro
Vázquez, fueron fortaleciéndose con el apoyo de indígenas y de campesinos. Incluso
grupos ajenos proporcionaron apoyo a los guerrilleros, aunque sabían que su
eventual triunfo podía dejarlos fuera de su negocio. – Preferible una tumba en México que una
cárcel en Estados Unidos –, repetían la consigna de sus homólogos colombianos
del siglo XX. De cualquier modo, la legalización de las drogas blandas que
había logrado el presidente de izquierda en su breve periodo, había modificado el
mercado. El restablecimiento de la prohibición no había servido de nada ante
consumidores que habían aprendido a producir su propia marihuana en casa. La
efímera despenalización también había desarmado sus estructuras logísticas para
la venta en suelo mexicano. El único mercado que quedaba seguía estando al norte
de la frontera.
Para 2020, el estatus de la invasión era simplemente un desastre (“This is a mess!”, titulaba el portal del
New York Times). Donald Trump dio órdenes para ejecutar bombardeos en las zonas
con más densidad de ataques a las patrullas militares, y sobre los focos de
guerrilla campesina más grandes, identificados por satélites. Se realizó un
ataque sobre uno de esos focos, que resultó ser un rancho desierto, pleno de
bolsas de orina humana, que en el análisis espectrográfico indicaban la
presencia de personas, y de dispositivos móviles que simulaban conversaciones en
preparación para el cómbate. El lugar contaba con una antena y equipo básico de
telefonía móvil, así como fuentes de energía solar y eólica. Debido a este
fracaso (– How the hell are going to
explain this? –, preguntó un senador republicano, nada original), y al consejo
de sus asesores, el presidente yanqui tuvo que suspender estas órdenes. Algo
así era desastroso para su imagen pública, en pleno año electoral. Las
guerrillas campesinas eran derivaciones del zapatismo en el sentido de que
habían desarrollado una fuerte presencia en Internet, lo que las ubicaba en el
foco de las miradas del mundo desarrollado. Atacarlas tendría fuertes
repercusiones en todo el mundo. Algo similar ya ocurría con los grupos de
francotiradores urbanos. No se sabía su identidad ni reivindicaban el nombre de
ninguna organización, pero su tozudez ante el invasor con armas de tan bajo
calibre, habían atraído la atención de miles de gentes en el mundo, que estaban
al pendiente de sus pronunciamientos y de los video-informes de sus ataques
para republicarlos de inmediato.
Además de la humillación de no poder controlar un país subdesarrollado
defendido con armas de uso personal y por indígenas y campesinos, al gobierno
yanqui y los supremacistas blancos les dolía no entender como era que los
combatientes mexicanos podían comunicarse y difundir su información al resto
del mundo, si todo el Internet estaba monitorizado y filtrado por sus agencias
de seguridad. Incluso, todos los proveedores de cualquier servicio relacionado
a Internet estaban intervenidos ¿Cómo salían sus mensajes? ¿cómo se
comunicaban? Pronto, la mercadotecnia electoral tuvo que actuar y convencer al
presidente yanqui de salir de México. La solución fue regresar al esquema
anterior al triunfo de la izquierda: un gobierno títere y sin soldados
norteamericanos en el país. Continuar con la invasión sólo desdoraría más la imagen
del otrora líder mundial. Tanto en Rusia, como en Europa y en Corea, circulaban
memes ridiculizando el lema de “Make
America great again!”, con figuras de un Donald Trump empequeñecido frente
a un mexicano moreno y delgado de sombrero que, con un revólver, le impedía
presionar un botón rojo.
El déspota gringo tuvo que seguir el consejo de sus asesores, pues le
importaba reelegirse, y el ejército yanqui salió de México dejando un
presidente de probada docilidad (que en su primer periodo pidió a Fidel Castro
que se fuera de una reunión internacional, para no incomodar a su par
estadounidense). Al primero que habían elegido, ellos mismo lo tuvieron que
defenestrar pues sus decisiones, tomadas casi siempre bajo el efecto del
alcohol, estaban incrementando el caos y la inconformidad en el país.
Sin soldados gringos en el territorio y con sus redes todavía libres de una
vigilancia efectiva, los mexicanos empezaron por presionar al nuevo presidente
impuesto para continuar con las acciones del gobierno de izquierda. Memes,
redes virtuales que se materializaban ágilmente unas en organizaciones de
ciudadanos pacíficos, y de combatientes que no entregaron sus armas, formaron
una capa de presión muy fuerte para el nuevo presidente. No aguantó mucho y
decidió dimitir (– ¿Y yo o por qué, he de arreglar este desorden? –, respondía
en las entrevistas). Justo cuando se dirigía al congreso para entregar su renuncia,
recibió de manos del jefe de inteligencia el informe que explicaba el secreto
de la comunicación de la resistencia contra los gringos. Pero sólo se limitó a
recibirlo y no lo leyó sino hasta que estaba de regreso en su casa: desde antes
del triunfo del candidato de izquierda, el gobierno había sembrado en todos los
dispositivos móviles una aplicación para monitorizar el estado de las redes de
comunicaciones y la velocidad de desplazamiento de los ciudadanos. También
detectaba su localización de manera independiente de la tecnología GPS,
valiéndose de las celdas de telefonía móvil. Grosso modo, era una combinación
muy inteligente de tecnologías como
internet de las cosas, criptografía, y mallas de dispositivos móviles. Se
tenían planes de incorporar más funcionalidades de vigilancia a esta aplicación,
pero el triunfo de la izquierda detuvo el proyecto. El presidente vencedor de
las elecciones decidió abrir esa aplicación para la democratización de la red, un
día antes de la invasión norteamericana. La red virtual que se había
constituido con los dispositivos y la aplicación quedaron en el limbo los
minutos suficientes para que fueran tomadas por un grupo de hackers anarquistas
que la sacaron del control de las autoridades y de las compañías. Actualizaban
constantemente sus llaves y algoritmos de seguridad para evitar intromisiones.
Los dispositivos que estaban apagados o desconectados justo en el momento de la
actualización quedaban fuera de la red, pero era un precio bajo ante la
seguridad que esta red paralela ofrecía. Permitía la comunicación segura entre
los ciudadanos y, aprovechando los niveles más bajos de la web profunda,
difundía las ideas y las acciones de la resistencia mexicana. Adicionalmente,
el proyecto inicial consideraba el control de los equipos de transmisión de las
empresas de telecomunicaciones, para suspender o modificar las redes en caso de
alteración del orden público, tal y como lo permitía la más reciente reforma estructural
en telecomunicaciones. Esto permitió a los hackers operar estos equipos
modificando las llaves de cifrado de datos e, incluso, las frecuencias de
transmisión, así como saturando la capacidad de diferentes segmentos del
espectro radioeléctrico. – ¡Pero me di el gusto de saberlo antes que los
gringos –, gritó grandilocuente el ahora dos veces expresidente en la sala de
su rancho, mientras se alcanzaba un frasco de Prozac.
Ante su renuncia, el Congreso de la Unión eligió un presidente interino
que provenía del PRI, pero que ya militaba en un partido de izquierda desde antes
del triunfo de esta corriente de pensamiento. Sin embargo, no iba a ser fácil
para él ni para el nuevo presidente electo. Las redes virtuales ágilmente se
transformaban en organizaciones actuantes; en tanto que muchos ciudadanos se
armaron legalmente, gracias al restablecimiento del derecho efectivo a poseer
armas que les había sido conculcado en tiempos de la guerra sucia de los
setentas. Esta nueva configuración obligó a los siguientes mandatarios a evitar
con frecuencia el autoritarismo y las decisiones verticales.
Los combatientes, particularmente los hombres, atribuyen la victoria al
uso inteligente de la tecnología. Puede ser, pero la verdad es que no siempre
funcionó del todo bien. Muchos mensajes fueron interceptados y algunos
compañeros sorprendidos. Por eso se utilizaron los albures, el doble sentido,
le caló y los regionalismos en nuestras comunicaciones. A diferencia de ellos,
yo creo que nuestra mejor arma fueron las palabras. Si tan sólo el enemigo se
hubiera detenido a pensar que Internet no es un territorio exclusivo de los
hombres, que las mujeres no albureamos como los hombres, que no todo es sexo. Y
que a veces, algunas veces, los mexicanos hablamos en serio y cuando decimos
pistola, nos referimos precisamente a un arma de fuego, y no a los traumas
sexistas de un voyeurista habitante de Internet.
D.R., José Luis León G
1 comentario:
Impecable redacción y muy entretenida. Saludos y felicitaciones profe.
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