sábado, 24 de octubre de 2015

Veinte mil metros de viaje subhumano

Inspirado por el “Día Mundial Sin Auto”, mi coche reforzó su consciencia ecológica y extendió el programa por un mes, hasta que le aplicara un mantenimiento correctivo mayor. Por esa razón, a veinte kilómetros de la Ciudad de México, abordo una camioneta que muy probablemente fue diseñada para transporte de carga. En el supuesto de que hubiera sido destinado en su origen para seres humanos, los asientos fueron modificados. Porque están pegados a los costados, en lugar de la formación en paralela típica de los vehículos de pasajeros. Estas bancas, más que asientos pues no tienen respaldo, son de un ancho menor al que requiere un mexicano promedio, y mucho menor al que ocupan algunas mexicanas excepcionalmente atractivas. Por si esta incomodidad fuera insuficiente para el desconocido y sádico diseñador de estas banquitas, el conductor del vehículo exige a los pasajeros que se sienten tres personas en una banca en la que evidentemente no caben las caderas de más de dos personas esbeltas, cuatro en donde podrían sentarse tres, cinco donde no hay lugar para más de cuatro. Por supuesto que lo hace de una manera en la que ni la sintaxis se escapa de ser agredida: “¡Los molesto, ese lugar es para cinco!” (sic).
Envidio a los que alcanzaron a sentarse en el asiento trasero, pues disfrutan de algo que, muy de buenas, podríamos llamar “respaldo”. Los envidio y ni tanto, porque al igual que nosotros, deben ajustarse cuatro personas en un asiento para tres, y los que van ventanilla, tienen que encoger los pies, pues van justamente detrás de las salpicaderas de la camioneta de carga que alguna autoridad permite que sea utilizada para hacer dinero a costa del sufrimiento humano.
Me subí en esta cosa porque me cansé de esperar un autobús y porque un letrero anunciaba que se iba por la autopista. Ilusamente creí que, si utilizaba esta ruta, el tiempo de tortura sería menor. Pero la palabra autopista es tomada en un sentido muy espídico por estos choferes, pues vaya que aprovechó muy bien sus veintidós pesos de peaje. Con velocidades no menores a los cien kilómetros por hora, que reducía a cero en menos de doscientos metros cuando se aproximaba a un paradero, sin cinturón de seguridad ni un tubo del cual sostenerse, algunos pasajeros luchábamos por no perder la compostura y ser dominados por el miedo o por la inercia. Otros, debo decirlo, parecían extraordinaria y lúgubremente adaptados a estas condiciones infrahumanas de transporte.
Al nada suave vaivén de la camioneta se sumaba un fondo musical a alto volumen de apologías y odas al crimen organizado (movimiento alterado, le llaman), que solamente se opacaba cuando el chofer insultaba a los conductores de otros vehículos y cuando compartía de manera muy procaz sus impresiones con un par de pasajeras que viajaban en el asiento delantero.
Por primera vez entendí esa idea de algunos viajeros, de besar la tierra cuando se baja de un vuelo con fuertes turbulencias. En este caso, yo tenía más intención de mentarle la madre al chofer que de hincarme en el suelo pleno de grasa automotriz y alimenticia del paradero de Indios Verdes, cuando los pasajeros me dieron una lección. Cuando algunos con las piernas entumidas, otros con las nalgas adormecidas, y casi todos con una tensión gratuita en las vértebras cervicales, logramos bajarnos de la camioneta, ¡los pasajeros le dijeron gracias y le desearon buen día al aprendiz de desquiciado que tan mal manejaba. Lo que no puedo asegurar es si la lección fue de inteligencia emocional, de católica resignación o de chomskiana degradación colectiva.
Este relato no debe ser sorprendente para los hipotéticos lectores que viajan de manera cotidiana en el transporte colectivo del Estado de México, particularmente para los que tienen que trasladarse los municipios conurbados a su trabajo o su escuela en el Distrito Federal. Es tradicional un nivel pésimo de servicio en esta entidad, desde la época de los autobuses suburbanos. No creo que llamarlos “camiones” fuera simplemente un error de vocabulario. Los choferes de estos autobuses los conducían como si fueran eso: camiones, y los pasajeros su carga. Sin precaución y con trato animal. Posteriormente, el inicio de la crisis aumentó notablemente el número de desempleados y de adultos sin preparación académica ni oficio. La solución del gobierno príista fue tan buena que Vicente Fox, del PAN, la retomó, sexenios después. Si no puedes crear empleos ni preparar a tu pueblo, inventa ocupaciones que no aporten a la economía; parasitarias, si es necesario; pero que bajen el porcentaje de desempleo en las estadísticas; por aquello de la macroeconomía. Y los ochentas vieron el surgimiento de las “combis”, de las “peseras”. Partiendo de la argumentación de que a menor capacidad de pasajeros, menor número de paradas en el trayecto, y menor tiempo de traslado, se permitió la operación en todo el país de vehículos mal habilitados para el transporte colectivo de seres humanos. No sabemos de una demostración de este razonamiento, menos aun cuando en esos años no se tenían métricas de este tipo, en un ambiente de caos y de desorden que a la fecha perdura.
No obstante estas camionetas colectivas se multiplicaron y fueron desplazando a los autobuses del negocio, que no a los dueños y controladores; pues eses siguieron siendo los mismos. En términos de desempleo, los números lucían bien en las estadísticas gubernamentales. Si para trasladar 60 personas entes bastaba con un solo conductor, ahora se necesitaban cuatro choferes. La multiplicación de los empleos, en plena crisis económica. Para la ecología no había tanto beneficio pues ahora había cuatro motores contaminando en lugar de uno. Y para la circulación vial peor aún, pues cuatro camionetas, por muy pequeñas que fueran, ocupaban más espacio que un autobús. Sería conveniente investigar si esta multiplicación gratuita de motores y choferes contribuyó a las numerosas contingencias ambientales de los noventas en la Ciudad de México.
Por supuesto que el gobierno estaba encantado con este tipo de servicio. No solamente mejoraba las estadísticas de desempleo sino que también multiplicaba los votos, los acarreados y la carne de cañón para los enfrentamientos con los opositores. Ahora, además de las hordas de vendedores ambulantes, ahora tenía pandillas de choferes y pequeños propietarios dispuestos a pelear sin conocer la causa, pero sí la consecuencia de no hacerlo; es decir, perder el permiso discrecional del gobierno para vender o transportar personas. Además, los grupos de choferes y de conductores podían brindar transporte gratuito a los acarreados y a los que votaban en múltiples casillas.
El modelo funciona tan bien que, si bien el PAN no lo utilizó abiertamente para fines electorales y de movilidad de sus acarreados, sí consintió su permanencia y proliferación. Aún recordamos a Vicente Fox ufanándose de que nuestra tasa de desempleo era menor a la estadounidense. No explicaba por qué entonces no veíamos gringos cruzando el Río Bravo hacía el sur, para conseguir trabajo. El PRD, cuyos fundadores pelearon contra el corporativismo y el clientelismo, rápidamente adoptó a organizaciones de chóferes y de propietarios de estas infames camionetas. Y no veo muy difícil que en Morena encuentren cabida estos proveedores de un servicio infrahumano.
El gobierno y los partidos políticos han permitido la permanencia de un modelo de transporte que no sólo es inviable; es caótico por su propia naturaleza. Aunque algunas rutas del Estado de México al Distrito Federal han sido concesionadas a personas morales, algunas con la personalidad jurídica de empresas mercantiles, estos vehículos de transporte infrahumano no forman parte de sus activos contables. Cada propietario debe pagar a la organización que controla la ruta, una cantidad por ingresar y una cuota periódica para que su camioneta circule por ella. La organización no tiene ningún control de la camioneta, situación legal o estado mecánico. Tampoco sabe cuántos asientos tiene, ni como está acondicionada. Mucho menos sabe quién es el chófer, cuánto gana, el folio de su licencia de conducir, ni si tiene antecedentes penales. Porque no le interesa. El modelo de negocio no lo requiere.
La manera de hacer dinero, que no de generar riqueza, es muy simple. Los líderes de la organización (o empresa), consiguen la concesión de la ruta por sus contactos en el gobierno y a cambio de compromisos políticos. No tenemos pruebas, pero no es improbable que en este intercambio, también corra dinero a las cuentas de algunos funcionarios.
Luego, la organización cobra cuotas a los propietarios de las camionetas: por ingreso, por trabajar, por gestionar una regularización que no siempre llega; y que de todos modos no hace falta. Las camionetas circulan sin placas de ser necesario y están a salvo de las fauces de los policías de tránsito; al menos por esta falta. En los tiempos de Al Capone, a esto se le llamaba “venta de protección”.
Por cierto, la organización rara vez proporciona los servicios esperados de una empresa de transporte. No son numerosos sus talleres, estacionamientos o grúas. Menos aún tienen sistemas de operación, de control boletaje, o procesos de recursos humanos. Incluso permiten la operación de personas que piden dinero a los operadores de las camionetas: despachadores y contadores de vehículos.
Los propietarios no tienen un plan de negocio ni nada parecido. Simplemente quieren recuperar lo más pronto posible el costo de la camioneta y las cuotas que les cobra su organización. Dado que la organización carece de sistemas de control de ingresos, los dueños simplemente alquilan sus camionetas a los choferes por una cuota diaria que llaman “cuenta”. Esta cantidad está calculada para que se recupere la inversión, se cubran costos y se gane dinero antes de que el vehículo quede inservible.
Por lo anterior las cuotas tienden a ser altas. Luego, el objetivo del chofer no es dar un buen servicio, ni siquiera cuidar de la camioneta, sino tratar de subir la mayor cantidad de pasajeros, paras cubrir la cuenta, el combustible y su cincuenta por ciento de aportación para las reparaciones del vehículo. Por supuesto, manejará mal y se acabará la camioneta rápidamente, por lo que el propietario buscará cobrar una cuenta más alta. Y el chofer conducirá con menos precaución y más prisa por cargar pasajeros. Y así, en un círculo vicioso, una espiral ascendente de costos y de inseguridad, en la que el mayor perdedor es el pasajero, que cada vez paga más por un servicio cada vez peor.
Y también pierden los automovilistas que se ven obstaculizados en su camino, ya veces agredidos por los choferes sin control. Y también la ciudad, pues el caos vial aumenta en las cercanías de los paraderos de estos colectivos. Y la economía, con miles de horas perdidas, con miles de pesos en daños por accidentes. En resumen, podemos hablar no solamente de una actividad improductiva, si no también parasitaria; pues los ingresos de los beneficiados (chóferes, propietarios, líderes y funcionarios) son a costa de las pérdidas sufridas por otros agentes económicos.
Lo que no podemos negar es que el esquema se ha establecido firmemente y que difícilmente será trastocado; el menos, en el Estado de México. De manera absurda, vemos avenidas principales como la López Portillo con servicios de transporte confinado (Mexibús) compartiendo la vialidad con miles de camionetas de transporte infrahumano. El actual gobernador, Eruviel Ávila, promocionó en su campaña haber trabajado como cacharpo (ayudante de chófer de autobús); lo que no dijo es que los autobuses eran de su padre, ni que su familia sigue en ese negocio. Que tiene conflicto de interés.
Un análisis de causa raíz nos lleva a municipios conurbados que pasaron de ser conocidos como zonas industriales a ciudades dormitorio. El caso de Ecatepec, origen del gobernador, es emblemático. Con economías en franco declive y la autorización criminal de más y más fraccionamientos, millones de mexiquenses se ven obligados a viajar durante horas para llegar a su trabajo en el Distrito Federal. La solución pasa por la sustitución de estos transportes inhumanos por otros más sostenibles y decentes, pero nos lleva a la reactivación económica de los municipios del Estado de México.
Pero la mayor preocupación es que los mexiquenses se estén acostumbrados a esta situación. A no poder conseguir un trabajo justamente remunerado en la entidad donde residen. A tener que experimentar veinte mil metros de viaja subhumano para llegar a su empleo en la Ciudad de México. Experimentar, porque muchos ya no lo padecen, se han adaptado a esas condiciones infrahumanas. Voy sentado en una banca en la que apenas cabemos las tres personas que vamos sentadas en ella. Sube un pasajero y ante la arenga del chófer, tratamos de manera infructuosa de reducir el espacio que cada uno de nosotros ocupa en el espacio. No podemos reducir este espacio más allá de lo que miden los huesos de las caderas. El pasajero se enoja y le dice al conductor “es que están muy anchos”.
Dice Noam Chomsky que una de las estrategias que el gobierno utiliza para manipular a la población es fomentar la complacencia con la mediocridad. Una ruta en la que el pueblo se conforma cada vez con menos, en la que se autodegrada y se acostumbra a recibir productos y servicios mediocres. Así, jamás pedirá mayor calidad. Ni en el transporte, ni en el entretenimiento, ni en el gobierno, ni en su nivel de vida.