sábado, 29 de abril de 2017

#19.3


-           – ¡Sabía que era un peligro para México! – espetó el locutor de televisión, remarcando su dicho con un seco puñetazo con el dorso de la mano sobre la mesa.
El asunto era que la victoria del candidato de izquierda había empeorado la delicada relación con los Estados Unidos; relación que sólo se había podido sostener con el servilismo y la abyección del gobierno anterior. El rechazo abierto a sus actitudes racistas, así como la negativa a cooperar con sus políticas discriminatorias, alimentaron la mecha antimexicana en el grupo de Donald Trump. El colmo fue cuando el gobierno mexicano aceptó sin protesta alguna la disolución del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Todo el discurso previo sobre negociación y una salida gradual, se apagó en cuanto los yanquis llegaron al punto de no retorno. Ni una petición para postergar o para dejar algunos productos dentro del tratado, levantaron la ira del cuerpo de asesores del presidente gringo, quienes esperaban que los mexicanos aceptaran condiciones humillantes para no perder al principal comprador de sus productos.
En medio de esta tensión, el gobierno mexicano impidió que la construcción del muro se apoyará en territorio mexicano. Si dejaban material de construcción del lado sur de la frontera, era confiscado. Si colocaban un polín que se apoyara en territorio mexicano, era derribado de inmediato. Trabajador de la constructora que pisara suelo mexicano era aprehendido para ser deportado. Bueno, aquí el problema era que los más de los trabajadores eran mexicanos. Militares mexicanos, apoyados por miles de civiles patrullaban la frontera y superaban en número a los constructores gringos.
Era demasiado para la soberbia del otrora país más poderoso del mundo. Si no podía vencer comercialmente a China, ni obligar a Corea del Norte a suspender sus pruebas nucleares, sí tenía la capacidad de invadir a México; otra vez. Sin declaración de guerra previa, ni la autorización formal de su congreso, el ejército norteamericano entró a México por la frontera norte, derrumbando su propio muro donde fue necesario. Los marines tomaron los puertos de Manzanillo, de Lázaro Cárdenas (nombre que les traía infaustos recuerdos) y Veracruz (que sí recordaban con alegría). La fuerza aérea yanqui rápidamente sobrevoló el país y neutralizó con bombardeos muy precisos los puntos de resistencia civil y militar más importantes. Mientras tanto, la televisión gringa y millones de bots en Internet propagan la falsa noticia de que el presidente mexicano, populista y de izquierda, enfermo de poder, había enloquecido y que la democracia y los intereses norteamericanos estaban en riesgo, que era necesario ir a rescatar a México de esta dictadura, en bien la libertad y de la justicia.
La resistencia firme del gobierno y de sus fuerzas armadas frente a la invasión fue inútil. Los pocos soldados que realmente querían defender heroicamente a su nación no tuvieron tiempo de hacerlo. Tantos años de Iniciativa Mérida les habían dado a los gringos un conocimiento no detallado, pero sí suficiente de la infraestructura de seguridad mexicana, para atacar en minutos los puntos estratégicos. La residencia oficial y las principales oficinas gubernamentales fueron tomadas sin mayor problema. No fue posible saber si el nuevo presidente estaba realmente dispuesto a cumplir su promesa de morir por la Patria. Cuando caminaba hacía el balcón principal de palacio para dirigir un mensaje a sus seguidores que llenaban el Zócalo, fue maniatado y tomado preso por su propio personal de seguridad, infiltrado por la central de inteligencia estadounidense. Por lo que tocaba al octogenario líder moral de la izquierda, a él lo tomaron preso de manera muy sencilla. Como era su costumbre, salió a correr por la mañana sin guardia especial. Ambos se encontraron en un avión de la fuerza aérea norteamericana rumbo a una cárcel clandestina. Dado que Estados Unidos se había autoerigido como el defensor global de los derechos humanos (en Cuba, Venezuela y países petroleros), los yanquis tenían otras opciones para encarcelar y torturar enemigos en prisiones clandestinas, en territorios sometidos de ultramar: Afganistan, Irak, Guantánamo. Contrito, el presidente miró al líder moral de la izquierda y le dijo:
-          ¡Quién iba a pensar, en nombre de Dios, que mis propios escoltas me iban a apresar! Si eran los más radicales, los mejor preparados en el uso de las armas.
-           Ya lo decía Heberto – respondió el octogenario líder, apenas moviendo los músculos de su rostro.
-           ¿Castillo?
-          Sí.
-           ¿Qué decía?
-           “Desconfía de los radicales” – El presidente se tomó la frente y empezó a orar.
El país fue tomado en minutos por un ejército mejor armado, con una tecnología superior y con un conocimiento detallado del país, de sus ciudades y de sus calles, gracias a los mapas construidos por los servicios de redes sociales. Además, contaban con el apoyo de un sector minoritario pero significativo de la población que, en varios estratos sociales, veía con simpatía ser gobernados por el déspota racista norteamericano; más aún cuando los partidos oficiales y los dueños de los medios de comunicación habían manejado otra vez la campaña de que el candidato de la izquierda era “un peligro para México”. Entendible en las clases poderosas, blancas y muy relacionadas con los negocios y la cultura yanqui. Patológico o abyecto en el caso de los pobres, morenos y sin acceso directo a la cultura y menos a los negocios al norte de la frontera.
En pocas horas, los yanquis designaron; bueno, ordenaron al congreso mexicano (con mayoría derechista, pues los diputados afines a la izquierda estaban presos, en huida o se habían alineado al nuevo escenario) nombrar como presidente del gobierno democrático a un exmandatario mexicano, famoso por su beligerancia y alcoholismo. Las organizaciones de izquierda que muy a la fuerza de las circunstancias se habían unido para impulsar al hoy defenestrado presidente, regresaron a sus antiguas trincheras rápidamente. Los que se autoconsideraba “izquierda responsable” llegaron a la embajada norteamericana en Paseo de la Reforma, a unos metros de la estatua conocida como el Ángel de Independencia, para ofrecer a los gringos un documento titulado “Pact for Mexico”. Un amable cónsul tuvo que pedirles que guardaran las formas y entregaran ese documento al nuevo presidente. Otros se dedicaron a reagrupar a sus bases, constituidas por vendedores ambulantes, taxistas, y otros grupos con necesidad, esperando estar listos para cuando hubiera oportunidad. La guerrilla urbana fue neutralizada fácilmente, pues el gobierno anterior había entregado a la CIA toda la información que por años había recopilado en torno a estas pequeñas organizaciones. Por lo que tocaba a los Zapatistas, el gobierno yanqui decidió asegurar que el cerco construido a su alrededor por el ejército mexicano durante años, funcionara efectivamente. No quería correr el riesgo de que un ataque a ellos, tan populares en Internet, le ocasionara problemas de imagen. Sólo reforzó el cerco con un grupo de marines. 
Por lo que tocaba a los ciudadanos mexicanos, a ellos únicamente les quedó como espacio seguro el interior de sus casas y algunos vecindarios. Confinados la mayor parte de su tiempo libre a sus casas, frente a la computadora o con el móvil en la mano, los mexicanos se refugiaron en el único lugar en el que habían expresado su inconformidad durante las postrimerías del gobierno anterior: las redes sociales. Empezaron con memes, tuits y chistes tan triviales que ni el gobierno gringo, ni el recién restaurado “gobierno democrático” gastaron mayores recursos en monitorear esta actividad. Dejaron ejecutándose en la red algunos programas para detectar palabras o frases sospechosas que indicaran organización de la resistencia, o apoyo efectivo al presidente defenestrado. El “domestic democratic govenment”, como lo llamaban en la televisión estadounidense, se conformó con las herramientas de software que el gobierno invasor le había proporcionado en el pasado, ya obsoletas. Aunque algunos proveedores se le acercaron para ofrecerle productos más avanzados, prefirieron utilizar el dinero que había de la manera que mejor conocían: para incrementar su propia hacienda y para la compra de voluntades. Las herramientas de espionaje electrónica tan sólo detectaban palabras de un diccionario y clasificaban las publicaciones en positivas, negativas o neutras; un análisis de polaridad de opiniones (de sentimientos, decían los vendedores) muy primitivo.
Los estadounidenses, en cambio, utilizaban herramientas que contaban con la posibilidad de analizar frases y oraciones, con tecnología de corpus. No obstante, como habían sido desarrolladas para idioma inglés, no entendían cabalmente los textos escritos en español. Intentaron implementar algunos modelos de análisis en castellano, pero incluso estos fallaban ante la pésima redacción y ortografía de los cibernautas mexicanos, educados por el sindicato oficial de maestros. Un proveedor español ofreció un sistema que incluso podía trabajar con sarcasmos, pero no superó la prueba de concepto ejecutada con un conjunto de frases mexicanas que incluían albures y la diversidad del habla mexicana.
Por esta razón, y porque les preocupaba más la eventual organización del pueblo mexicano, los yanquis prefirieron trabajar únicamente en la detección de redes de personas reales en Internet. Utilizando algoritmos de evolución de memes, de seguimiento de republicación de tuits, de citas, de conversaciones y aún de cadenas de correo electrónico, los norteamericanos buscaban detectar a tiempo el surgimiento de organizaciones de izquierda. Tanto por su tradicional naturaleza gregaria como por la búsqueda de un escape y por la inseguridad en las calles, que empezaban nuevamente a ser tomadas por la delincuencia, los mexicanos formaban redes virtuales enormes que se traslapaban con otras igual de complejas y que, en su mayoría, sólo trataban de temas triviales: sexo en línea, futbol, música de baja calidad y otros temas inútiles saturaban la enorme infraestructura que los gringos habían destinado al espionaje cibernético. Big data y cómputo en la nube fueron las tecnologías seleccionadas para esta actividad, hasta que los accesos de comunicación hacia sus centros de datos, distribuidos por todo el planeta, mostraron congestión de manera continua, sin importar cuanto incrementaban el ancho de banda de la red. Llegado el momento, los yanquis decidieron poner un límite. Dado que toda esta monitorización mostraba un porcentaje ridículo de true positives, dejaron de acrecentar los recursos de cómputo para esta actividad.
Por su parte, entre publicaciones de canciones de banda y telenovelas de narcotraficantes, los ciudadanos fueron descubriendo un hecho al que antes no le hubieran dado tanta importancia. Estaban metidos en sus casas como lo hacían antes del triunfo de la izquierda, y una de las razones para refugiarse estaba regresando: la delincuencia quería nuevamente el control de las calles. Dado que los criminales habían logrado anteriormente esto en complicidad con las policías locales, la mayoría de los mexicanos se había armado. En el pasado, algunos se habían atrevido a llevarlas consigo, exponiéndose a ser extorsionados por los policías. Otros simplemente las tenían en casa; y la mayor parte ahí seguía. Utilizando palabras procaces alusivas al sexo masculino y hablando en términos de albures y de relaciones sexuales, homo y heterosexuales, los ciudadanos descubrieron que en el noventa y cinco por ciento de las casas había al menos un arma de fuego. Eran armas personales, algunas de bajo calibre, pero estaban dispersas por casi todos los hogares de la nación.
También notaron que los gringos no patrullaban todas las calles. Confiados en las cámaras que ellos mismos habían proporcionado y en los policías locales, que se aliaron de inmediato a los invasores ante la posibilidad de que el nuevo gobierno los encarcelara o despidiera por corruptos, dejaron algunas zonas libres; particularmente en las colonias más pobres.
Pocos se atrevían a hablar mal de los gringos en Internet, y mucho menos con claridad. Sin embargo, a falta de líderes (pues los fieles a su ideología estaban presos o en fuga, y los que aún andaban libres, se preocupaban más por como ajustarse a la nueva realidad que por luchar contra los invasores), perfiles anónimos de las redes sociales empezaron a distribuir un meme muy sencillo y concreto que hablaba la hazaña suicida de un héroe mexicano anónimo que en mil ochocientos cuarenta y siete, armado de una piedra y de una encomiable indignación patriótica, derribó de un contundente y certero golpe al soldado yanqui que izaba su bandera en el asta de la plaza más importante del país. Si bien la roca mató al militar gringo, no impidió que su gobierno tomara el control de México. Pero el hecho en sí albergaba un sentimiento y una actitud muy común entre los mexicanos: la dignidad, la preferencia a sufrir golpes, balazos o la muerte ante la humillación. Y no siempre en asuntos patrióticos o de guerra. Por una mujer, porque un conductor le cierre el paso a su vehículo, o simplemente porque un extraño le miente la madre, el mexicano está dispuesto a liarse a golpes, a matar o a morirse por un detalle que otros racionalmente dejarían pasar. El meme no aludía a cuestiones racionales, a la injusticia de la invasión o a sus motivos energéticos y geoestratégicos. Tan sólo provocaba en los mexicanos esa emoción que había llevado a muchos a la tumba, al hospital o a la cárcel, sin gran arrepentimiento: “¿por qué me voy a dejar?”.
Las herramientas de análisis fueron insuficientes para detectar el origen del meme. Se mantenía idéntico, por lo que los algoritmos de rastreo de evolución de memes no funcionaban. Había sido creado con la herramienta más básica del sistema operativo más común, y con una licencia de uso duplicada en innumerables ocasiones. Su distribución era regularmente con el navegador Tor o herramientas similares, que siempre referían a servidores en Europa Oriental, en Irán o la India. Por si fuera poco, las múltiples direcciones IP de origen llevaban a las capas más bajas de la web profunda, en las que residían servidores secretos de las agencias de seguridad estadounidense que, por supuesto, no permitirían a otras, y menos a las mexicanas, hurgar en las zonas del ciberespacio en que ellas operaban.
Aunado a esto, hubo una epidemia de soberbia tanto en el gobierno norteamericano, como en el recién restaurado régimen derechista mexicano. – Mientras su rebeldía sea en Internet y no en las calles ni con las armas – repetían unos y otros, seguros y felices de haber derrotado de manera permanente a la izquierda en México. En virtud de esta percepción, se descuidaron y no le dieron importancia al meme que corría por Internet y que conformaba una red más numerosa que todos los agentes armados en el territorio. Con un lenguaje propio de adolescentes varones hablaba de competencias virtuales sobre quién podía cubrir más distancia en la masturbación. Luego vinieron memes de otros grupos, que se erigían como rivales, hablando de sincronización en ese tipo de competencias y de la longitud y anchura de sus virilidades. Como si de pronto el país se hubiera regresado décadas en la historia y los albures machistas fueran moda de nuevo y las mujeres no importaran en Internet. Las pocas feministas que quedaban en las universidades pretendieron alzar su voz, pero fueron acalladas de inmediato por miles de perfiles machistas, reales y virtuales. La soberbia del gobierno local se incrementó con este fenómeno. – Las cosas vuelven a su lugar – repetían reconfortados.
El problema inició desde el mes de febrero de 2019. El trend topic en las redes sociales era “#19.3”, que correspondía al largo ideal del pene según los hombres que creen que el tamaño sí importa y que el suyo está por debajo de esa medida. Albures, chistes procaces y fotos de penes inundaron Internet hasta las seis de la mañana del primero de marzo de ese año, cuando un pelotón del ejército norteamericano marchaba por las calles de una capital de provincia para izar su bandera en el asta de la plaza principal. Dada la falta de planeación del centro de esa ciudad, y unas obras nunca terminadas enfrente del palacio de gobierno, se requería rodear una manzana para llegar a la plaza principal. Justo entrando a la calle que los llevaría al zócalo, los militares gringos fueron atacados de pronto por decenas de balas de muy diversos calibres. Su cuerpo de protección se agazapó y busco ubicar al o los francotiradores. Parecía que las balas venían de todos lados, así que dispararon indiscriminadamente sus rifles de asalto hacia todas las ventanas que encontraban. La respuesta fue exitosa y el ataque cesó. Mientras algunos de los soldados gringos revisaban sus bajas, otros intentan comunicarse con sus centros de comando para informar de lo sucedido. Entre las bajas había muertos por balas de calibre no mayor a treinta y ocho, y heridos por armas de calibre más pequeño. Por lo que toca a las comunicaciones, nadie respondía por el canal reservado y los demás estaban completamente saturados. Regresaron a la esquina para protegerse de una nueva emboscada. Escucharon ruidos, seguramente de los agresores en retirada, pero decidieron no atacar hasta no recibir nueva orden; no fueran a caer en otra trampa.
Ataques como éste se repitieron por todo el país a lo largo del día. Las grandes unidades y los poderosos convoyes circulaban sin mayor problema, pero las pequeñas unidades de patrullaje o de reconocimiento eran atrapados por emboscadas multitudinarias y con fuego proveniente de casi todas las direcciones. Después de esto, quedo claro que los albures y referencias fálicas en Internet no eran entretenimientos estúpidos ni evasiones sexuales de los mexicanos derrotados. Cuando escribían “pistola” no hablaban de su pene, sino que se referían precisamente a su pistola, a su arma de fuego. Los que escribían “rifle”, no estaban exhibiendo traumas sobre la extensión de su sexo, sino que hablaban de un arma de fuego larga. Por lo demás, las referencias procaces al coito no eran albures, se convocaba a atacar al invasor con las armas. La eyaculación significaba disparar; introducir el pene hasta adentro quería decir presionar al enemigo hasta las últimas consecuencias. Dar por atrás no se refería a la sodomía; indicaba que se podía perseguir al enemigo en retirada. Los juegos de albures y otras procacidades se volvieron el lenguaje de coordinación de los ataques.
En poco tiempo, la moral de los soldados yanquis empezó a decaer y aparecieron los conflictos internos. Dado la manera de actuar de esta suerte de guerrilleros urbanos, improvisados y sin estructura visible, afectaba únicamente a las pequeñas unidades de patrullaje en las calles de las mal planeadas ciudades mexicanas, la inconformidad contra las unidades mejor pertrechadas y armadas fue creciendo. Los miembros de las patrullas militares empezaron a mostrar desmotivación, lentitud y cobertura incompleta en sus operaciones. Esto facilitó la actividad de los ciudadanos armados que conocían sus calles y se coordinaban a través de las redes sociales. Inútil fue sembrar convocatorias falsas en Internet. De alguna forma, los mexicanos las identificaban y sólo asistían curiosos desarmados. Los agentes de inteligencia gringos descartaban que fuera una tecnología cibernética de cifrado o de certificados de autenticidad superior a la que poseía el ejército norteamericano; lo consideraban imposible. Algunos intelectuales mexicanos, primero cooptados por el gobierno derechista, y ahora adscritos motu proprio y de manera meritoria al régimen estadounidense, aventuraban explicaciones que involucraban la lingüística, la semiótica, la semántica, y otras tantas cosas que nadie entendía, por lo que no eran consideradas en lo absoluto.
Con el objetivo de eliminar esta naciente resistencia, el ejército gringo se enfocó en las ciudades, tratando infructuosamente de mantener el control de las calles a través de cámaras, operadores priistas y halcones del crimen organizado. Sin embargo, las cámaras fallaban con frecuencia por falta de mantenimiento adecuado y los escuchas humanos no eran del todo confiables. Dinero o droga los hacían proporcionar datos imprecisos o definitivamente falsos. Incluso una repentina solidaridad contra un enemigo común, con evidentes tintes xenofóbicos, afectaba la confiablidad de estos espías locales. Esta concentración en las zonas urbanas, permitió que algunos grupos nacionales se reorganizaran en el campo y en la sierra. Viejos grupos guerrilleros, aliados a los zapatistas o añorantes de las luchas de Lucio Cabañas y de Genaro Vázquez, fueron fortaleciéndose con el apoyo de indígenas y de campesinos. Incluso grupos ajenos proporcionaron apoyo a los guerrilleros, aunque sabían que su eventual triunfo podía dejarlos fuera de su negocio.  – Preferible una tumba en México que una cárcel en Estados Unidos –, repetían la consigna de sus homólogos colombianos del siglo XX. De cualquier modo, la legalización de las drogas blandas que había logrado el presidente de izquierda en su breve periodo, había modificado el mercado. El restablecimiento de la prohibición no había servido de nada ante consumidores que habían aprendido a producir su propia marihuana en casa. La efímera despenalización también había desarmado sus estructuras logísticas para la venta en suelo mexicano. El único mercado que quedaba seguía estando al norte de la frontera.
Para 2020, el estatus de la invasión era simplemente un desastre (“This is a mess!”, titulaba el portal del New York Times). Donald Trump dio órdenes para ejecutar bombardeos en las zonas con más densidad de ataques a las patrullas militares, y sobre los focos de guerrilla campesina más grandes, identificados por satélites. Se realizó un ataque sobre uno de esos focos, que resultó ser un rancho desierto, pleno de bolsas de orina humana, que en el análisis espectrográfico indicaban la presencia de personas, y de dispositivos móviles que simulaban conversaciones en preparación para el cómbate. El lugar contaba con una antena y equipo básico de telefonía móvil, así como fuentes de energía solar y eólica. Debido a este fracaso (– How the hell are going to explain this? –, preguntó un senador republicano, nada original), y al consejo de sus asesores, el presidente yanqui tuvo que suspender estas órdenes. Algo así era desastroso para su imagen pública, en pleno año electoral. Las guerrillas campesinas eran derivaciones del zapatismo en el sentido de que habían desarrollado una fuerte presencia en Internet, lo que las ubicaba en el foco de las miradas del mundo desarrollado. Atacarlas tendría fuertes repercusiones en todo el mundo. Algo similar ya ocurría con los grupos de francotiradores urbanos. No se sabía su identidad ni reivindicaban el nombre de ninguna organización, pero su tozudez ante el invasor con armas de tan bajo calibre, habían atraído la atención de miles de gentes en el mundo, que estaban al pendiente de sus pronunciamientos y de los video-informes de sus ataques para republicarlos de inmediato.
Además de la humillación de no poder controlar un país subdesarrollado defendido con armas de uso personal y por indígenas y campesinos, al gobierno yanqui y los supremacistas blancos les dolía no entender como era que los combatientes mexicanos podían comunicarse y difundir su información al resto del mundo, si todo el Internet estaba monitorizado y filtrado por sus agencias de seguridad. Incluso, todos los proveedores de cualquier servicio relacionado a Internet estaban intervenidos ¿Cómo salían sus mensajes? ¿cómo se comunicaban? Pronto, la mercadotecnia electoral tuvo que actuar y convencer al presidente yanqui de salir de México. La solución fue regresar al esquema anterior al triunfo de la izquierda: un gobierno títere y sin soldados norteamericanos en el país. Continuar con la invasión sólo desdoraría más la imagen del otrora líder mundial. Tanto en Rusia, como en Europa y en Corea, circulaban memes ridiculizando el lema de “Make America great again!”, con figuras de un Donald Trump empequeñecido frente a un mexicano moreno y delgado de sombrero que, con un revólver, le impedía presionar un botón rojo.
El déspota gringo tuvo que seguir el consejo de sus asesores, pues le importaba reelegirse, y el ejército yanqui salió de México dejando un presidente de probada docilidad (que en su primer periodo pidió a Fidel Castro que se fuera de una reunión internacional, para no incomodar a su par estadounidense). Al primero que habían elegido, ellos mismo lo tuvieron que defenestrar pues sus decisiones, tomadas casi siempre bajo el efecto del alcohol, estaban incrementando el caos y la inconformidad en el país.
Sin soldados gringos en el territorio y con sus redes todavía libres de una vigilancia efectiva, los mexicanos empezaron por presionar al nuevo presidente impuesto para continuar con las acciones del gobierno de izquierda. Memes, redes virtuales que se materializaban ágilmente unas en organizaciones de ciudadanos pacíficos, y de combatientes que no entregaron sus armas, formaron una capa de presión muy fuerte para el nuevo presidente. No aguantó mucho y decidió dimitir (– ¿Y yo o por qué, he de arreglar este desorden? –, respondía en las entrevistas). Justo cuando se dirigía al congreso para entregar su renuncia, recibió de manos del jefe de inteligencia el informe que explicaba el secreto de la comunicación de la resistencia contra los gringos. Pero sólo se limitó a recibirlo y no lo leyó sino hasta que estaba de regreso en su casa: desde antes del triunfo del candidato de izquierda, el gobierno había sembrado en todos los dispositivos móviles una aplicación para monitorizar el estado de las redes de comunicaciones y la velocidad de desplazamiento de los ciudadanos. También detectaba su localización de manera independiente de la tecnología GPS, valiéndose de las celdas de telefonía móvil. Grosso modo, era una combinación muy inteligente de  tecnologías como internet de las cosas, criptografía, y mallas de dispositivos móviles. Se tenían planes de incorporar más funcionalidades de vigilancia a esta aplicación, pero el triunfo de la izquierda detuvo el proyecto. El presidente vencedor de las elecciones decidió abrir esa aplicación para la democratización de la red, un día antes de la invasión norteamericana. La red virtual que se había constituido con los dispositivos y la aplicación quedaron en el limbo los minutos suficientes para que fueran tomadas por un grupo de hackers anarquistas que la sacaron del control de las autoridades y de las compañías. Actualizaban constantemente sus llaves y algoritmos de seguridad para evitar intromisiones. Los dispositivos que estaban apagados o desconectados justo en el momento de la actualización quedaban fuera de la red, pero era un precio bajo ante la seguridad que esta red paralela ofrecía. Permitía la comunicación segura entre los ciudadanos y, aprovechando los niveles más bajos de la web profunda, difundía las ideas y las acciones de la resistencia mexicana. Adicionalmente, el proyecto inicial consideraba el control de los equipos de transmisión de las empresas de telecomunicaciones, para suspender o modificar las redes en caso de alteración del orden público, tal y como lo permitía la más reciente reforma estructural en telecomunicaciones. Esto permitió a los hackers operar estos equipos modificando las llaves de cifrado de datos e, incluso, las frecuencias de transmisión, así como saturando la capacidad de diferentes segmentos del espectro radioeléctrico. – ¡Pero me di el gusto de saberlo antes que los gringos –, gritó grandilocuente el ahora dos veces expresidente en la sala de su rancho, mientras se alcanzaba un frasco de Prozac.
Ante su renuncia, el Congreso de la Unión eligió un presidente interino que provenía del PRI, pero que ya militaba en un partido de izquierda desde antes del triunfo de esta corriente de pensamiento. Sin embargo, no iba a ser fácil para él ni para el nuevo presidente electo. Las redes virtuales ágilmente se transformaban en organizaciones actuantes; en tanto que muchos ciudadanos se armaron legalmente, gracias al restablecimiento del derecho efectivo a poseer armas que les había sido conculcado en tiempos de la guerra sucia de los setentas. Esta nueva configuración obligó a los siguientes mandatarios a evitar con frecuencia el autoritarismo y las decisiones verticales.

Los combatientes, particularmente los hombres, atribuyen la victoria al uso inteligente de la tecnología. Puede ser, pero la verdad es que no siempre funcionó del todo bien. Muchos mensajes fueron interceptados y algunos compañeros sorprendidos. Por eso se utilizaron los albures, el doble sentido, le caló y los regionalismos en nuestras comunicaciones. A diferencia de ellos, yo creo que nuestra mejor arma fueron las palabras. Si tan sólo el enemigo se hubiera detenido a pensar que Internet no es un territorio exclusivo de los hombres, que las mujeres no albureamos como los hombres, que no todo es sexo. Y que a veces, algunas veces, los mexicanos hablamos en serio y cuando decimos pistola, nos referimos precisamente a un arma de fuego, y no a los traumas sexistas de un voyeurista habitante de Internet.

D.R., José Luis León G