Justo cuando estaba por salir a encontrar a sus amigos, los otros tres reyes magos, estalló una rebelión en su reino y tuvo que esperar unos días hasta que, a sangre y fuego, su ejército pudo contenerla. Cuando por fin llegó al punto de reunión, Melchor, Gaspar y Baltazar habían tenido que partir sin él. De otro modo, no hubieran alcanzado a ver al mesías recién nacido, en un pesebre de Belem.
Pudo haberse regresado a su reino, pues la rebelión republicana estaba sofocada y los más de sus líderes, incluido un escriba acusado de sodomía, colgaban de sendas cruces, reservadas para los sublevados. Pero su fe era más grande que su anhelo de poder, así que continuó su camino.
En su ruta fue apresado por los aliados extranjeros de los rebeldes, que lo mantuvieron prisionero por cerca de seis años. Cuando por fin fue liberado, gracias a una amnistía declarada desde su antiguo reino por la nueva generación de rebeldes, ahora en el poder, decidió continuar su periplo.
– No importa, no vi recién nacido a nuestro redentor, pero lo conoceré niño y ayudaré en su educación – pensó, convencido de su fe. Además, le llegaban noticias del rencor que le guardaban algunos campesinos miserables, otrora sus súbditos.
Animado siguió su ruta, pero le notificaron que tendría que rodear por el norte, debido a que Palestina había sido entregada por los sajones a una diáspora que la reclamaba como propia y había emprendido una guerra salvaje contra los habitantes de esa tierra. Siete largos años pasaron mientras recorrió los Montes Urales, para poder bajar desde la otrora gloriosa Grecia en su camino hacía Nazareth.
– No importa – pensó de nuevo. – No conocí al Cristo niño, pero él va llegando a su pubertad. Qué mejor momento para estar en su vida, que en esa fase de dudas y contradicciones.
En la costa norte del Mediterráneo pensó en abordar uno de los barcos que del sur llegaban hacía las tierras de Calabria, de Galia y de Iberia, pero se enteró que no los dejaban atracar en estas costas, porque venían llenos de africanos que huían de la miseria y de las guerras intestinas que antiguos reyes poderosos del norte les habían heredado. Navegó costeando en exiguas embarcaciones y pasando semanas, a veces meses, en puertos llenos de delincuentes en lo que los vientos le permitían retomar el ponto.
Aprendió nuevas lenguas y costumbres. Ocultó y presumió su identidad, según las circunstancias. Sufrió discriminación por el color de su piel y se escondió por años en campamentos de migrantes y en amables monasterios de religiones ajenas.
– No importa – pensó de nuevo. – Me he perdido la adolescencia de Jesús, pero llegaré en su plena juventud, a punto de iniciar su ministerio, y cuando esté defenestrando a su padre terrenal, José.
Cuando por fin, treinta y tres años después de haber dejado su reino, llegó a Jerusalén, le dijeron que el mesías estaba en el monte, en una cruz. Casi en éxtasis, fue a su encuentro para alcanzarlo antes de que muriera. Se acercó codeando a la gente para decirle cuanta fe tenía en él. Cuando por fin lo tuvo cerca, horrorizado escuchó a Cristo dudar:
– ¡Padre mío! ¿Por qué me has abandonado?
– ¡Señor! ¡No reniegues de tu padre celestial justo antes de morir! – le gritó Artabán desde la multitud. Cristo le miró por un segundo.
– Todo está acabado –dijo justo antes de morir, y Artabán sintió como su fe era golpeada hasta verla reducida a una mera esperanza.
Vagó desorientado en Jerusalén por las calles en las que el ejército de ocupación le permitía caminar, debido a su color de piel. En una esquina, una joven palestina de gran belleza y ojos profundos se le acercó.
– Tú eres Artabán ¿verdad?
– Sí, qué gano con ocultarme ahora. Ése soy yo ¿Quién eres tú y cómo lo sabes?
– Soy María Magdalena, la mujer de Jesús, la heredera de su ministerio. Y sé que eres el cuarto rey mago, el que no pudo llegar al nacimiento de Jesús. Pero al que su fe le permitió seguir por largos años hasta encontrarlo, así haya sido hoy y lo hayas visto colgado en una cruz.
– Tienes razón, mujer. Treinta y tres años he andado, sufriendo persecución, carencias y presidio para encontrar al salvador.
– Y aquí estás, rey mago, para presenciar el más grande sus milagros. En tres días, Cristo regresará en entre los muertos para demostrar el poder de su padre.
– Jesús murió sin fe alguna en dios, Magdalena. No resucitará.
– ¿Es verdad lo que dices, Artabán?
– Tú misma lo escuchaste ¿o no?
– Sí, pero supongo que, si un momento de contrición da a un alma la salvación, dios perdonará un instante de duda.
– Fue justamente al morir, mujer. Y eso es lo que cuenta en ambos casos. Entiéndelo: “todo se ha acabado”.
– Pero ¿y la misión que nos ha encomendado? ¿Qué pasará? Si llevas treinta y tres años migrando en su nombre, espera tres días más, rey mago.
Espero con ella y el resto de los apóstoles, pero fue en vano. Justo al cumplirse el plazo, les dijo:
– Pasó el tiempo que escribieron los profetas. Él no regresará. Murió como hombre y como viven los hombres la mayoría de sus momentos de duda: sin fe.
– ¿Todo se ha acabado? – gimió María Magdalena.
– No. A ver, somos doce hombres. Movamos la piedra.
– ¿Para qué señor?
– Para que Magdalena y María roben el cadáver. Sólo dejen el sudario.
– ¿Luego?
– Yo me encargo del sudario. Quizás ya no sea más un rey, pero aún soy un mago.
(JLLG, 2022)